Chileno de Chile
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Ceremonia del regresopor Guillermo Núñez El errante se construye con tablas, cartones, latas y trapos viejos, se construye todos los días, ladrillo a ladrillo, un nuevo país. Está obligado a inventarse nubes y cielos propios, un país suave, duro, misterioso, hecho de mentiras, susurros, jardines de sueños, avenidas, calles de tierra ajena, casas, interiores, patios, cordilleras, volantines, carretelas, buzones, piedras de ausencia. Inventa todos los días el Dublín de Leopoldo Bloom, de Molly Bloom, anda a ciegas por esas calles que no conoció nunca, trata de imaginar la pieza donde Raskolnikov desvariaba angustiado con el peso del remordimiento o del invento del remordimiento de su crimen. Inventarse puentes, bares, oficinas, cementerios, campanarios, ríos, espejismos, ensoñaciones. El errante cree que su país es sólo pasado, ausencia, una fotografía amarillenta donde el instante se ha congelado, el tiempo dejó de funcionar para siempre y la realidad se escapa gritando por una esquina del rectángulo. El errante mete la mano en lo oscuro para hacer nacer de un pozo negro un dibujo incierto de sí mismo, un tibio autorretrato de su propio grito, de su libertad condicional. Y desconfía de estas fotografías engañosas. La injusticia y el dolor no se han ido, se han agarrado allí con más firmeza y comienzan a dar golpes con los puños en la ventana del errante, desde lejos y le van haciendo señas desesperadas para que no deje de mirarlos mientras se van deshaciendo a través del vidrio. A través de tantos vidrios. Aquí llega un volantín sedicioso cargado de siglas y colgando de un árbol. (La patria estuvo un día llena de volantines caracoleando chúcaros en el cielo, mensajes de colores, de gritos o risas o nubes amarradas a un hilo curado) La ceremonia de transformar la vida en palabras, en imágenes, en susurro. Fotografiamos nada más que nuestra memoria, el recuerdo roto. La cámara que sorprende sólo lo que el corazón ve, la mirada selectiva, testigos parciales de lo nuestro, de lo ajeno, de lo que no borramos nunca. Un escudo arrimado a las tablas vacilantes de una casucha como un ridículo tiro al blanco envejecido, el escudo que se disputaron ferozmente los pacos y los pobladores en la toma de la Cardenal Silva Henríquez. Peleándose, defendiendo rabiosamente un símbolo mudo, incongruente, desproporcionado, y a pesar de todo, de todos. La mirada que no es inocente, el objetivo que con una falsa frialdad deja de lado, entre aplausos, el teleférico, el restaurante giratorio. (Es más sabroso el pescado frito a 130 pesos del Restaurante Caliche en Concón o el colemono y la chicha escrito cuatro o cinco veces en la ventana para que nadie se equivoque, más sabrosos los completos y las empanadas o las papas fritas del milagroso restaurante de la Silva Henríquez). El Metro, la Nueva Providencia, los Bancos no aparecen por aquí. No se oye, Padre. Estruendosos aplausos. La mirada que no quiere mentir, que se miente, que encuentra la verdad en el corazón, que ordena a la retina porque a ésta se le nublan los ojos con las lágrimas. Porque no puede ser, no puede ser tanto el dolor, la miseria y la alegría y la risa y el sol en medio de la mierda. La Gioconda se sonríe encaramada en lo alto como Violeta Parra presidiendo sorprendida un baile inverosímil en Ovalle, una danza invisible, con pañuelos que nadie ve. Tampoco nosotros los vemos. Somos espectadores de lo invisible, cámara oscura de las imágenes que nos ayudan a reconstruir ese país que el errante ha ido tejiendo como un retrato hablado de sí mismo, como un desvarío de la memoria, como una señal de pañuelos a los sueños, como volver a patear las hojas secas por el Parque Forestal (que no aparece en este sueño) con una bufanda hilachenta amarrada al cogote. Yo querría que algún día Fernando Orellana pudiera fotografiar en el árbol de Marinita en el Parque Cousiño, en medio de esa selva tupida de plaquitas, santitos, flores, virgencitas, fotografías, animitas de la animita, que pudiera fotografiar una tremenda placa grabada por Chile entero y que diga: Marinita, gracias por el favor concedido. |
... Chileno de Chile en Chile, de Fernando Orellana ... |